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La muerte y sus laberintos del crímen

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chincheta La muerte y sus laberintos del crímen

Mensaje por Elissa Lun 25 Jun 2012, 10:01


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“Nací con el maligno como mi patrón a un lado de la cama cuando vine al mundo y ha estado conmigo desde entonces…”.
H. H. Holmes

El 1° de mayo de 1893 se inauguró en Chicago la Exposición Universal,
que debía reflejar el gigantesco progreso de la humanidad en las
industrias y en las ciencias. Era la edad de la seguridad. Y del
optimismo. Por esos días, abrió sus puertas en la ciudad de los vientos
un fastuoso hotel. La obra fue proyectada por un tal Campbell y
realizada bajo la dirección de un tal doctor Holmes. Ambos tenían un
rasgo común: no existían. Habían sido creados por un tal Herman Webster
Mudgett, quien recurrió a ese arbitrio para estafar a albañiles y
proveedores de materiales de construcción y equipamiento del suntuoso
establecimiento.
Si el aspecto exterior del edificio era por lo menos extraño, su
interior era inquietante: toda su estructura estaba horadada por
pasadizos secretos, trampas, espejos que permitían ver cuanto acontecía
en las habitaciones, y hasta cañerías de gas colocadas debajo del
parquet, que se accionaban desde el subsuelo y hacían posible que los
huéspedes pasasen involuntariamente del sueño diario al sueño eterno.

Si los clientes hubiesen tenido oportunidad de echar un vistazo a los
sótanos, seguramente se habrían marchado sin detenerse a recoger sus
equipajes. Porque hubiesen descubierto un horno crematorio, una tinaja
con ácido sulfúrico, una mesa de disección anatómica, con decenas de
bisturíes, sierras y otras herramientas relativamente afines con la
industria hotelera. Si nadie se preocupaba por las desapariciones, menos
intriga despertaban las cartas falsificadas que enviaba a los
familiares de sus huéspedes para que sus familiares o socios les girasen
más fondos, porque lo estaban pasando bomba.

Con, probablemente, unas doscientas muertes sobre la conciencia, este
Barba Azul sádico y obseso sexual puede considerarse, en la lista de
premios de los grandes criminales, como una especie de “recordman” en
todas las categorías. Su mansión del suburbio de Englewood en Chicago
-el Holmes Castle- es aún hoy la casa de matar más sofisticada de toda
la historia de la criminología.


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El Dr. Holmes, cuyo verdadero nombre era Herman Webster Mudgett,
nació en 1860 en Gilmanton, en una honrada y muy puritana familia de New
Hampshire. Muy pronto manifestó hacia las mujeres -y sobre todo hacia
las mujeres de fortuna- el interés poco corriente que iba a hacer de él
un auténtico donjuán del crimen. A los dieciocho años, se casó con una
rica joven llamada Clara Louering. Para pagar sus estudios de medicina,
la arruinó, y después, una vez obtenidos con lustre sus diplomas en la
Universidad de Michigan, la abandonó para irse a vivir con una guapa
viuda que se complació en subvenir a sus necesidades gracias a las
rentas de su respetable casa de huéspedes. Siendo ya médico, dejó sin
pena a aquella segunda conquista, ejerció durante un año en el estado de
Nueva York y fue después a establecerse en Chicago.


Alto, guapo, con aire distinguido, siempre elegantemente vestido,
Mudgett tenía innumerables éxitos amorosos. Al llegar a su nueva ciudad
no tardó en seducir a una joven encantadora (y casualmente millonaria)
llamada Myrta Belknap. Para vencer las reticencias que la virtuosa
señorita le oponía, tomó el nombre de Holmes, se casó con ella y,
gracias a unas falsificaciones de escrituras, se apresuró a estafar
5,000 dólares a su familia política para hacerse construir, en Wilmette,
una casa suntuosa.


Consiguió entonces, en las afueras de Englewood, la gerencia de una
farmacia propiedad de una viuda excesivamente ingenua, de quien se hizo a
la vez su amante y hombre de confianza. A base de falsificaciones de
contabilidad y de malversaciones de fondos, logró hacerse dueño de la
totalidad de los bienes de la desgraciada, después la hizo “desaparecer”
y puso en obra su gran proyecto.

Para construir su castillo el Dr. Holmes recurrió a varias empresas.
Estas nunca eran pagadas e interrumpían pronto sus obras. De esa manera,
el propietario era el único en conocer detalladamente un edificio cuyo
extraño arreglo habría podido suscitar la curiosidad.


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La exposición de 1893 se estaba preparando y debía atraer a Chicago
una muchedumbre considerable, entre la cual habría, por supuesto,
multitud de mujeres guapas, ricas y solas. Ingeniosamente, Holmes
decidió por lo tanto aprovechar aquella situación. Gracias a una serie
de hábiles estafas adquirió un terreno y emprendió la construcción de un
enorme hotel con aspecto de fortaleza medieval, cuya disposición
interior concibió él mismo. Cada una de las habitaciones de aquel
extraño inmueble estaba provista de trampas y de puertas correderas que
daban a un laberinto inextricable de pasillos secretos desde los cuales,
por unas ventanillas visuales disimuladas en las paredes, el doctor
podía observar a escondidas el vaivén de sus clientes y sobre todo de
sus clientas.

Disimulada bajo el entarimado, una instalación eléctrica
perfeccionada le permitía por otra parte seguir en un panel indicador
instalado en su despacho el menor desplazamiento de sus futuras
víctimas. Con sólo abrir unos grifos de gas, podía finalmente, sin
desplazarse, asfixiar a los ocupantes de unas cuantas habitaciones.

Un montacargas y dos “toboganes” servían para hacer bajar los
cadáveres a una bodega ingeniosamente instalada, donde eran, según los
casos, disueltos en una cubeta de ácido sulfúrico, reducidos a polvo en
un incinerador o simplemente hundidos en una cuba llena de cal viva. En
una habitación, bautizada como “el calabozo”, estaba instalado un
impresionante arsenal de instrumentos de tortura. Entre las máquinas
sádicas instaladas por el ingenioso doctor, una de ellas llamó
particularmente la atención de los periodistas. Era un autómata que
permitía cosquillear la planta de los pies de las víctimas hasta
hacerles literalmente morir de risa.

El Holmes Castle fue terminado en 1892 y la exposición de Chicago
abrió sus puertas el 1 de mayo de 1893. Durante los seis meses que duró,
la fábrica de matar del Dr. Holmes no se desocupó. El verdugo escogía a
sus “clientas” con mucha precaución. Tenían que ser ricas, jóvenes,
guapas, estar solas y, para evitar las visitas inoportunas de amigos o
familiares, su domicilio tenía que estar situado en un estado lo más
alejado posible de Chicago.

¿Cuántas mujeres fueron violadas, torturadas y asesinadas en el
castillo del Dr. Holmes? La cifra de doscientas es una aproximación
verosímil. Seguramente por modestia, Holmes sólo confesó veintisiete, lo
cual sería bien poco si se toma en cuenta la importancia de las
instalaciones que había colocado.

Alicia y Howard Pitizel niños asesinados para cobrar el seguro de vida de su padre.

LOS ULTIMOS CRIMENES
Con el final de la Exposición, las rentas del hotel acusaron una
caída brutal, y Holmes se encontró pronto corto de dinero. El medio más
sencillo que imaginó para procurarse ingresos fue incendiar el último
piso de su inmueble y reclamar a su asegurador una prima de 60,000
dólares, sin pensar un instante que la compañía
podría muy bien hacer una investigación antes de pagárselos.
Descubierto, nuestro doctor tuvo que refugiarse en Texas, donde se
apresuró a realizar diversas estafas que lo llevaron por primera vez a
la cárcel. Liberado bajo fianza, vuelve a salir unos meses después no
sin haber puesto en pie una nueva operación criminal.

La idea era sencilla e ingeniosa. Un cómplice, llamado Pitizel, debía
hacerse un seguro de vida en una compañía de Filadelfia. Se presentaría
luego como suyo un cadáver anónimo desfigurado por un accidente. No
habría más que repartir la prima que cobraría la Sra. Pitizel, mientras
que el “muerto” iría durante algún tiempo a hacerse olvidar a
Sudamérica. Para su desgracia, Holmes tuvo la mala idea de cambiar su
plan y de matar realmente a Pitizel. Aquella solución tenía en su
opinión la ventaja de ahorrarle la búsqueda peligrosa de un cadáver y,
sobre todo, permitirle quedarse él solo la totalidad de la prima,
deshaciéndose ulteriormente de la Sra. Pitizel y de sus hijos -lo cual,
para él, sólo era un simple trabajo rutinario.

Muy cooperador acudió, pues, a la morgue para reconocer el cuerpo de
su amigo, fue a Boston a buscar a la desdichada viuda y la trajo a
Filadelfia para que cobrara su dinero. La denuncia de un antiguo
compañero de celda, Marion Hedgepeth, vino a sembrar la duda en el ánimo
de los aseguradores.

La policía hizo una investigación. Remontó con paciencia todos los
eslabones de la cadena. Holmes confesó primero la estafa a la compañía
aseguradora y, ante las pruebas abrumadoras reunidas en su contra, los
asesinatos de Pitizel y de sus hijos.

Holmes fue condenado a muerte por el Tribunal de Filadelfia y ahorcado el 7 de mayo de 1896. Sólo tenía treinta y cinco años.

¿DOSCIENTAS VICTIMAS?
Ante el tribunal, Holmes afirmó haber asesinado a veintisiete
personas a lo largo de su vida. Eso es poco creíble. El acusado
disfrutaba burlándose de la justicia; confesaba, por ejemplo, el
asesinato de personas que estaban vivas. Por lo tanto nunca sabremos con
certeza el número de sus víctimas. A juzgar por los descubrimientos
hechos en su castillo, es considerable. La cifra de doscientas es
propuesta por los criminólogos como la más verosímil.

Elissa
Elissa
Ajen@


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chincheta Re: La muerte y sus laberintos del crímen

Mensaje por Marina Lun 25 Jun 2012, 11:21

buen post, gracias Elissa
Marina
Marina
Admin


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