Supersticiones marítimas
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Supersticiones marítimas
Los marineros se han refugiado siempre en una serie de creencias que les
ayudan a soportar las duras condiciones de la vida en el mar. Cuando
viajas en un barco sólo una débil estructura de acero (o madera) te
separa de perecer en la inmensidad del océano. Las supersticiones
aportan entonces una cierta sensación de control sobre elementos
decisivos para la supervivencia, la mayor parte de las veces tan
azarosos como, por ejemplo, las condiciones atmosféricas. Si no rompes
ningún tabú y adoptas las medidas adecuadas la ira de los dioses se
aplaca, la tormenta no estalla, el viento sopla favorable y tu barco
llega sano y salvo a puerto.
Recogemos aquí creencias de épocas diversas:
1) Los barcos, como las personas. Cada navío tiene un nombre distinto y,
en cierta manera, su propia personalidad. A veces se les personifica
hasta el extremo de atribuirles buena o mala suerte. Siempre han
existido barcos con fama de gafe, y otros de los cuales se decía que
disfrutaban siempre de tiempo favorable y que, en ocasiones, si sus
tripulantes necesitaban algún producto lo encontraban casualmente a la
deriva.
La botadura de un barco equivale a su bautizo, y constituye un momento
de bastante carga simbólica. La costumbre de romper una botella de
champagne contra el casco tiene su origen en la antigüedad, cuando se
vertía vino tinto en la cubierta como libación a los dioses del mar. Los
vikingos hacían esta ofrenda con la sangre de algún prisionero sobre
cuya espalda arrastraban el barco al bajarlo al mar.
El nombre del navío también es importante. Los armadores de épocas
pasadas intentaban evitar aquellos relacionados con el fuego, los
relámpagos o las tormentas. Según algunos, no se debía cambiar nunca el
nombre del barco, aunque entre los piratas era práctica habitual.
2) Malos augurios. Existían fechas nefastas durante las cuales nadie
debía abandonar el puerto. En el ámbito anglosajón se consideraba tentar
a la suerte salir al mar los viernes (día en que crucificaron a
Jesucristo), el primer lunes de abril (día en que Caín mató a Abel), el
segundo lunes de agosto (día en que Dios Castigó a Sodoma y Gomorra) o
el 31 de diciembre. Los miércoles, sin embargo, eran días favorables.
Por otro lado, constituía un mal presagio escuchar las campanas de una
iglesia desde el barco mientras este zarpaba.
También podía haber señales positivas. La mejor, los fuegos de San
Telmo, esa luminiscencia que aparece en los extremos de los palos del
barco bajo unas determinadas condiciones atmosféricas. No obstante, en
algunas zonas se creía que si iluminaban a un marinero este moriría
antes de que pasaran 24 horas.
3) Amuletos y objetos gafe. En la Isla de Man consideraban que una pluma
de reyezuelo constituía un buen amuleto contra los naufragios y los
ahogamientos, aunque sus propiedades sólo duraban doce meses. En otras
zonas era habitual llevar un aro de metal en la oreja para alejar las
tormentas.
Con el objetivo de proteger al barco y a su futura tripulación, los
armadores colocaban una moneda bajo el palo mayor, tal vez como pago
preventivo al barquero infernal Caronte. Una estrella polar dibujada en
el extremo del bauprés también ayudaba. Sin embargo, la protección del
barco y su tripulación recaía sobre todo en el mascarón de proa. En su
origen, los mascarones iban dentro del barco, cumpliendo una función
religiosa: primero como cabezas de animales sacrificados a los dioses,
después estas fueron sustituidas por tallas de madera. Finalmente
pasaron a la proa, bajo la forma de algún animal totémico o alguna
deidad marina, hasta que a principios del XIX se popularizaron las
figuras femeninas (vestidas o no), por la creencia de que su visión
amansaba a los dioses del mar. Si el mascaron fallaba en su cometido, y
por tanto el barco naufragaba, se le cortaba la cabeza para que no
volviera a ser utilizado.
A bordo se consideraba que traían mal fario las flores y los paraguas.
También entregar una bandera a alguien a través de los travesaños de una
escalera o ponerse la ropa de un compañero fallecido antes de terminar
la travesía.
4) Animales. En términos generales estaba mal vista la presencia en el
barco de animales con pelo, al contrario que la de los animales con
plumas. Aunque había excepciones: que un gallo cantase a bordo era una
señal inequívoca de mala suerte, y la presencia de un gato siempre era
apreciada, ya que mantenían a raya a los ratones y proporcionaban
distracción a los marineros, aunque algunos creían que los de su especie
podían invocar tormentas.
Aunque a veces una aleta de tiburón podía servir de talismán, un tiburón
siguiendo al barco por el lado de popa presagiaba la muerte de algún
tripulante.
Infligir daño a un albatros podía acarrear consecuencias nefastas, como
las que sufre el protagonista del poema “La canción del viejo marinero”,
de S. T. Coleridge, al parecer inspirado por la vida del corsario
George Shelvocke, quien tras matar a un albatros tuvo siempre mal
tiempo. La causa de este tabú radicaba en la creencia de que los marinos
muertos se reencarnaban en albatros.
5) Pasajeros peligrosos. Uno de los grupos de supersticiones marineras
más curioso es el referente a pasajeros supuestamente funestos. Resulta
ya un clásico la creencia de que las mujeres a bordo atraen las
tempestades. Los curas también suponían una presencia funesta, al igual
que los finlandeses, que tenían fama de ser brujos capaces de hechizar
el barco e invocar tormentas.
Pero con independencia de su nacionalidad o condición, cualquiera tenía
prohibido silbar a bordo, actividad que podía despertar a los vientos y
provocar un temporal, o hacer sonar el cristal de una copa, ya que esto
provocaba en algun lugar distante el ahogamiento de un marino.
Los difuntos tampoco eran pasajeros apreciados. A nadie le gustaba
transportar un ataúd en su barco, y los marineros que morían en alta mar
eran arrojados al océano envueltos en una mortaja de lona con una bala
de cañón dentro. La última puntada que cosía la mortaja atravesaba la
nariz del fallecido, para que su fantasma no persiguiese al barco. Los
ataúdes constituían una mala carga incluso vacíos.
6) ¡Hombre al agua! Pocas experiencias debe de haber más terribles que
caer al agua en alta mar y ver cómo tu barco se aleja poco a poco. En
épocas pretéritas muchos marineros no sabían nadar, y además se
consideraba fuente de mala suerte rescatar a una persona que se
estuviera ahogando. Suponía inmiscuirse en los asuntos de los dioses del
mar o del destino. Por otro lado, cuando alguien moría ahogado, su
cadáver, según creencia muy extendida, iba directo al fondo del mar, a
los nueve días regresaba a la superficie y después se hundía
definitivamente. Ver un cadáver durante ese breve periodo de tiempo era
un mal presagio.
ayudan a soportar las duras condiciones de la vida en el mar. Cuando
viajas en un barco sólo una débil estructura de acero (o madera) te
separa de perecer en la inmensidad del océano. Las supersticiones
aportan entonces una cierta sensación de control sobre elementos
decisivos para la supervivencia, la mayor parte de las veces tan
azarosos como, por ejemplo, las condiciones atmosféricas. Si no rompes
ningún tabú y adoptas las medidas adecuadas la ira de los dioses se
aplaca, la tormenta no estalla, el viento sopla favorable y tu barco
llega sano y salvo a puerto.
Recogemos aquí creencias de épocas diversas:
1) Los barcos, como las personas. Cada navío tiene un nombre distinto y,
en cierta manera, su propia personalidad. A veces se les personifica
hasta el extremo de atribuirles buena o mala suerte. Siempre han
existido barcos con fama de gafe, y otros de los cuales se decía que
disfrutaban siempre de tiempo favorable y que, en ocasiones, si sus
tripulantes necesitaban algún producto lo encontraban casualmente a la
deriva.
La botadura de un barco equivale a su bautizo, y constituye un momento
de bastante carga simbólica. La costumbre de romper una botella de
champagne contra el casco tiene su origen en la antigüedad, cuando se
vertía vino tinto en la cubierta como libación a los dioses del mar. Los
vikingos hacían esta ofrenda con la sangre de algún prisionero sobre
cuya espalda arrastraban el barco al bajarlo al mar.
El nombre del navío también es importante. Los armadores de épocas
pasadas intentaban evitar aquellos relacionados con el fuego, los
relámpagos o las tormentas. Según algunos, no se debía cambiar nunca el
nombre del barco, aunque entre los piratas era práctica habitual.
2) Malos augurios. Existían fechas nefastas durante las cuales nadie
debía abandonar el puerto. En el ámbito anglosajón se consideraba tentar
a la suerte salir al mar los viernes (día en que crucificaron a
Jesucristo), el primer lunes de abril (día en que Caín mató a Abel), el
segundo lunes de agosto (día en que Dios Castigó a Sodoma y Gomorra) o
el 31 de diciembre. Los miércoles, sin embargo, eran días favorables.
Por otro lado, constituía un mal presagio escuchar las campanas de una
iglesia desde el barco mientras este zarpaba.
También podía haber señales positivas. La mejor, los fuegos de San
Telmo, esa luminiscencia que aparece en los extremos de los palos del
barco bajo unas determinadas condiciones atmosféricas. No obstante, en
algunas zonas se creía que si iluminaban a un marinero este moriría
antes de que pasaran 24 horas.
3) Amuletos y objetos gafe. En la Isla de Man consideraban que una pluma
de reyezuelo constituía un buen amuleto contra los naufragios y los
ahogamientos, aunque sus propiedades sólo duraban doce meses. En otras
zonas era habitual llevar un aro de metal en la oreja para alejar las
tormentas.
Con el objetivo de proteger al barco y a su futura tripulación, los
armadores colocaban una moneda bajo el palo mayor, tal vez como pago
preventivo al barquero infernal Caronte. Una estrella polar dibujada en
el extremo del bauprés también ayudaba. Sin embargo, la protección del
barco y su tripulación recaía sobre todo en el mascarón de proa. En su
origen, los mascarones iban dentro del barco, cumpliendo una función
religiosa: primero como cabezas de animales sacrificados a los dioses,
después estas fueron sustituidas por tallas de madera. Finalmente
pasaron a la proa, bajo la forma de algún animal totémico o alguna
deidad marina, hasta que a principios del XIX se popularizaron las
figuras femeninas (vestidas o no), por la creencia de que su visión
amansaba a los dioses del mar. Si el mascaron fallaba en su cometido, y
por tanto el barco naufragaba, se le cortaba la cabeza para que no
volviera a ser utilizado.
A bordo se consideraba que traían mal fario las flores y los paraguas.
También entregar una bandera a alguien a través de los travesaños de una
escalera o ponerse la ropa de un compañero fallecido antes de terminar
la travesía.
4) Animales. En términos generales estaba mal vista la presencia en el
barco de animales con pelo, al contrario que la de los animales con
plumas. Aunque había excepciones: que un gallo cantase a bordo era una
señal inequívoca de mala suerte, y la presencia de un gato siempre era
apreciada, ya que mantenían a raya a los ratones y proporcionaban
distracción a los marineros, aunque algunos creían que los de su especie
podían invocar tormentas.
Aunque a veces una aleta de tiburón podía servir de talismán, un tiburón
siguiendo al barco por el lado de popa presagiaba la muerte de algún
tripulante.
Infligir daño a un albatros podía acarrear consecuencias nefastas, como
las que sufre el protagonista del poema “La canción del viejo marinero”,
de S. T. Coleridge, al parecer inspirado por la vida del corsario
George Shelvocke, quien tras matar a un albatros tuvo siempre mal
tiempo. La causa de este tabú radicaba en la creencia de que los marinos
muertos se reencarnaban en albatros.
5) Pasajeros peligrosos. Uno de los grupos de supersticiones marineras
más curioso es el referente a pasajeros supuestamente funestos. Resulta
ya un clásico la creencia de que las mujeres a bordo atraen las
tempestades. Los curas también suponían una presencia funesta, al igual
que los finlandeses, que tenían fama de ser brujos capaces de hechizar
el barco e invocar tormentas.
Pero con independencia de su nacionalidad o condición, cualquiera tenía
prohibido silbar a bordo, actividad que podía despertar a los vientos y
provocar un temporal, o hacer sonar el cristal de una copa, ya que esto
provocaba en algun lugar distante el ahogamiento de un marino.
Los difuntos tampoco eran pasajeros apreciados. A nadie le gustaba
transportar un ataúd en su barco, y los marineros que morían en alta mar
eran arrojados al océano envueltos en una mortaja de lona con una bala
de cañón dentro. La última puntada que cosía la mortaja atravesaba la
nariz del fallecido, para que su fantasma no persiguiese al barco. Los
ataúdes constituían una mala carga incluso vacíos.
6) ¡Hombre al agua! Pocas experiencias debe de haber más terribles que
caer al agua en alta mar y ver cómo tu barco se aleja poco a poco. En
épocas pretéritas muchos marineros no sabían nadar, y además se
consideraba fuente de mala suerte rescatar a una persona que se
estuviera ahogando. Suponía inmiscuirse en los asuntos de los dioses del
mar o del destino. Por otro lado, cuando alguien moría ahogado, su
cadáver, según creencia muy extendida, iba directo al fondo del mar, a
los nueve días regresaba a la superficie y después se hundía
definitivamente. Ver un cadáver durante ese breve periodo de tiempo era
un mal presagio.
Marina
Re: Supersticiones marítimas
Gracias! interesantisimo.
...mujeres a bordo atraen las tempestades.... a bordo y cuando están en tierra firme... :P :)
...mujeres a bordo atraen las tempestades.... a bordo y cuando están en tierra firme... :P :)
Ikerj
Re: Supersticiones marítimas
jajaja :P
Pero con independencia de su nacionalidad o condición, cualquiera tenía
prohibido silbar a bordo, actividad que podía despertar a los vientos y
provocar un temporal,
Pero con independencia de su nacionalidad o condición, cualquiera tenía
prohibido silbar a bordo, actividad que podía despertar a los vientos y
provocar un temporal,
Ikerj
Re: Supersticiones marítimas
Los magos lapones hacian nudos para atrapar los vientos... y desatarlos para soltarlos o provocar tormentas etc... Un añadido magico - raro de los mios :)
Ikerj
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