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Diego García de Paredes - «El Sansón de Extremadura» - Héroe olvidado

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chincheta Diego García de Paredes - «El Sansón de Extremadura» - Héroe olvidado

Mensaje por Ikerj Vie 05 Ago 2011, 11:47

Diego García de Paredes - «El Sansón de Extremadura» - Héroe olvidado


Hoy vamos con Diego García de Paredes «El Sansón de Extremadura», un desconocido para la gran mayoia de españoles. Sin embargo fué uno de los grandes militares europeos de su tiempo, contemporaneo y buen amigo de Gonzalo Fernandez de Cordoba " El gran capitán" .

Como vereis una vida llena de viajes, guerra, aventuras, victorias, derrotas y sangre. Si fuese ingles, o americano... se habrian rodado miles de peliculas, se habrian escrito miles de libros y se adoraria su leyenda en todo el mundo. Pero en España a los grandes se les olvida...y se desprecia sus hazañas.

Cuando la realidad supera a cualquier guión y heroe de hollywood..... o Diego García de Paredes «El Sansón de Extremadura»


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Diego García de Paredes (Trujillo, España, 30 de marzo de 1468 – Bolonia, Italia, 15 de febrero de 1533), llamado «El Sansón de Extremadura».

Militar español de valor temerario y colosal fuerza física.

Capitán de infantería en las guerras de Granada, Grecia, Italia, Norte de África y Navarra.

Duelista invicto en numerosos «lances de honor».

Capitán de la guardia personal del Papa Alejandro VI.

Condottiero al servicio del Duque de Urbino y de los Colonna.

Coronel de infantería del Gran Capitán.

Cruzado del cardenal Cisneros.

Maestre de Campo del Emperador Maximiliano I.

Coronel de la Liga Santa

Caballero de la Espuela Dorada al servicio de Carlos V.

Fue el más famoso soldado español de la época, prototipo del valor, la fuerza y la gloria militar.


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Hijo legítimo de Sancho de Paredes y Juana de Torres, la naturaleza dotó a Diego de un físico hercúleo y desde sus primeros años mostró su afición por el oficio de las armas, no teniendo en su niñez otra educación ni otros juegos que el salto, la lucha, la carrera y demás ejercicios de agilidad y fuerza, llegando a la juventud deseoso de guerra y de combates. Su extraordinaria fuerza se completó con la prodigiosa elasticidad de todos sus músculos: no era el gigante pesado, adiposo, patológico, sino el atleta fuerte, corpulento, proporcionado y enjuto.


Así fue Diego García de Paredes: un hombre apuesto, de talla gigantesca y fuerzas descomunales, un atleta formado expresamente para la guerra, a quien sus contemporáneos tuvieron por un nuevo Sansón.

A lo largo de toda su vida, Paredes ostentó, además de la fama de valiente, la de hombre de fuerzas inmensas y agilidad asombrosa. Sin embargo, en ocasiones, tenía un temperamento volcánico: sentía tan irresistible vigor dentro de sí mismo que solía verse atacado de un «humor melancólico», una especie de fiebre durante la cual destrozaba y hacía pedazos cuanto se le ponía por delante, volviéndose extremadamente violento e intratable.

El Gran Capitán llegó a pensar que García de Paredes estaba loco, pero la historia nos muestra que era un hombre completamente equilibrado, que tenía lo que podemos denominar «arrebatos de mal genio» y, dado su pujanza arrolladora, estos eran desorbitados; fuera de esta situación esporádica, Diego fue un hombre de valores: devoto cristiano, compasivo, generoso, cortés, honesto, sincero y leal sin limitaciones.

Existen testimonios de elocuentes intervenciones del extremeño ante sus tropas, de su habilidad táctica e incluso de su aceptable nivel cultural (sabía leer y escribir, algo inusual en la época para alguien que no se había criado en la Corte, y más aún para un hombre de armas; Diego escribía con cierta frecuencia y, habitualmente, leía la «Biblia» y «Los comentarios de Julio César», obra que gozó de gran popularidad entre los intelectuales de la segunda mitad del siglo XVI).

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Guerra de Granada

En 1483 Diego siguió a las tropas castellanas de Isabel la Católica a la Guerra de Granada, participando desde 1485 hasta el asedio y toma final en 1492.

Fue un destacado soldado durante toda la campaña, asombrando al ejército con sus proezas y convirtiéndose en uno de los paladines cristianos del final de la Reconquista.


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Según algunas fuentes, Fernando el Católico le armó de su propia mano caballero.


En el año 1485 se halló en la entrega de la ciudad de Ronda, una de las principales fortalezas del Reino de Granada y más tarde, en 1487, en la toma de la ciudad de Vélez-Málaga. En esta guerra fue donde contrajo amistad con el que sería el capitán más grande de su época, Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido por la historia como el Gran Capitán: amistad que habría de durar hasta la muerte, y que pasaría por la prueba de todas las vicisitudes que sufrió el insigne Capitán español.

El 20 de abril de 1491, los Reyes Católicos sitiaron la ciudad de Granada: el largo cerco duro ocho meses, hasta que el 2 de enero de 1492 cayó el último bastión musulmán en España. Este gran suceso impresionó a toda la Cristiandad y vino a consolar la pérdida de Constantinopla en 1453.


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Cesar Borgia


Guardaespaldas de los Borgia y condottiero

Al regresar a Extremadura, Diego tuvo que llorar la muerte de su madre; libre de lazos familiares (su padre había fallecido en 1481), y como no podía permanecer en la inacción, quiso pasar a los ejércitos de Italia, campo de batalla entre españoles y franceses.

Paredes llegó a la Italia del Renacimiento a finales de 1496, y, tras deambular durante unos días por las calles y suburbios de Roma, por mediación de un pariente suyo en el Vaticano, Bernardino de Carvajal, se le encomendó la sagrada misión de cubrir las espaldas al Vicario de Cristo; Alejandro VI no necesitó demasiadas recomendaciones: deslumbrado tras conocer como aquel hercúleo español, armado solamente con una pesada barra de hierro, había destrozado durante una disputa en el Vaticano a una comitiva de arrogantes italianos que habían echado mano de las espadas («matando cinco, hiriendo a diez, y dejando a los demás bien maltratados y fuera de combate»), en lugar de arrestarle y ponerle en manos de la justicia, nombró inmediatamente a Diego capitán de su escolta.

García de Paredes dirigió la guardia personal del Papa Alejandro VI, predecesora de la célebre Guardia Suiza, y mandó los ejércitos de César Borgia en sus campañas de la Romaña italiana.

Estuvo presente en Roma el 14 de junio de 1497, cuando el cadáver de Juan Borgia, hijo del Papa Alejandro VI, apareció cosido a puñaladas en las oscuras aguas del Tíber mientras toda Roma, convulsionada entonces por las profecías apocalípticas del monje herético Girolamo Savonarola, hervía de siniestros rumores, miedos y murmuraciones.

Diego, como jefe de la guardia Papal del Castillo Sant'Angelo, fue uno de los españoles que durante esas fechas estuvieron con los ánimos encendidos, prestos a empuñar sus enormes mandobles, buscando a los culpables de un crimen que ha quedado para siempre en el misterio.

Como capitán y guardaespaldas de los Borgia intervino junto a las tropas españolas al mando del Gran Capitán en la captura del corsario vizcaíno Menaldo Guerra, que se había apoderado de Ostia bajo bandera francesa, se encargó de tomar Montefiascone y participó en la Campaña contra los Barones de la Romaña (conquistas de Imola, diciembre de 1499, y Forlí, enero de 1500, defendida heroicamente por Catalina Sforza), donde coincidió con otros capitanes españoles al servicio de los Borgia, como Ramiro de Lorca o Miquel Corella (Michelotto).

Por estas fechas, Paredes se vio involucrado en uno de sus famosos lances de honor: el desafío se produjo con un capitán italiano de los Borgia llamado Césare Romano; el duelo se celebró en Roma y acabó con la rápida victoria de Diego, que literalmente cortó al italiano «a cercén la cabeza de un mandoblazo».

Sin embargo, el muerto debía ser personaje de alto status y el suceso produjo gran revuelo en Italia, trayendo como consecuencia el cese de García de Paredes en el mando de su Compañía y su posterior encarcelamiento. Diego se fugó del ejército Papal y pasó a servir como mercenario del Duque de Urbino, enemigo de los Borgia.

Después de la guerra de la Romaña, como de momento no podía volver con el Pontífice ni había tropas españolas a las que incorporarse, durante un breve período pasó a servir como condottiero a sueldo de la poderosa familia italiana de los Colonna.


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Cefalonia: Su primera e increible hazaña.

Otra vez bajo las banderas de España, García de Paredes fue enviado al asedio de Cefalonia (del 8 de noviembre al 24 de diciembre de 1500), en Grecia, ciudad que había sido arrebatada recientemente por los turcos a la República de Venecia: setecientos jenízaros (tropas de élite del ejército otomano) defendían aquella fortaleza situada sobre una roca de áspera y difícil subida.

Españoles y venecianos sufrieron cerca de dos meses todo género de penalidades en aquel sitio sin poder rendirla. Los turcos tenían entre sus armas ofensivas una máquina provista de garfios que los españoles llamaban «lobos», con los cuales asían a los soldados por la armadura y levantándolos en alto los estrellaban dejándolos caer de repente, o bien, los atraían hacia la muralla para matarlos o cautivarlos.

Diego García de Paredes, como siempre en primera línea de combate, fue uno de los hombres que de esta manera fueron llevados al muro, le echaron los garfios y, tras luchar en fuerzas por largo espacio de tiempo con el artilugio para no ser sacudido al suelo, le subieron encima de la muralla, Si hubiesen llegado a saber a quien pescaban lo habrían dejado en el suelo.

Entonces, Diego realizó la primera de sus grandes gestas a gran escala dentro del plano firme de la Historia, coincidentemente consignada en las crónicas:


Conservando espada y rodela, puso pie sobre las almenas y, una vez abierto el artefacto, quedó en libertad de acción para comenzar una lucha que parece increíble y es, sin embargo, completamente cierta.

Con una violencia desenfrenada empezó a matar a los turcos que se acercaban para derribarle, ni la partida encargada de dar muerte a los prisioneros ni los refuerzos que llegaron pudieron rendirle. Refuerzos y más refuerzos vinieron contra él, estrellándose ante la resistencia del hombre de energías asombrosas.

Resistió heroicamente en el interior de la fortaleza durante tres días, replegándose hacia los muros mientras la masa de turcos le iba cercando y acosando, matando infieles, hasta que, debilitado al máximo por el hambre, las necesidades fisiológicas y las heridas, se entregó a sus enemigos.

Aquella lucha titánica fue algo sobrenatural, y ante semejante muestra de coraje los turcos respetaron su vida y le tomaron prisionero esperando obtener por su rescate mejores condiciones en caso de rendir Cefalonia. Le encerraron en una torre, le cargaron de cadenas y le vigilaron cuidadosamente.




Los turcos resistían el asedio con desesperado valor, pero a los cincuenta días Gonzalo Fernández de Córdoba y Benedetto Pesaro (comandantes de la expedición) acordaron dar el último asalto: tronaron los cañones, reventaron con horrible estampido las minas, los soldados escalaron los muros y penetraron en la plaza combatiendo a muerte.

Restablecidas sus fuerzas, Diego esperó hasta que se dio el asalto final por parte de sus compañeros, momento que aprovechó para arrancar las cadenas de su prisión, echar abajo las puertas del calabozo, matar a sus captores con el arma que arrebató al centinela y «dando tajos y mandobles» colaborar en el ataque desde dentro hasta que se tomó la plaza.

Solo dejaron ochenta turcos vivos, los demás habían perecido peleando con su valeroso jefe Gisdar. Fue aquí, en las murallas de Cefalonia, donde comenzó realmente la leyenda de Diego García de Paredes: La pujanza de un hombre de fuerzas increíbles resistiendo tres días contra una guarnición de soldados turcos sólo pudo encontrar semejanza en los relatos de las hazañas de Hércules y Sansón; con ellas lo ligó el comentario de la tropa, siendo conocido a partir de ese momento entre los soldados españoles como «El Sansón de Extremadura», el gigante de fuerzas bíblicas, y por aliados y enemigos como «El Hércules y Sansón de España».


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De nuevo al servicio del Papa

De vuelta a Sicilia, el ejército español quedó, de momento, inactivo. Acostumbrado a la inquieta vida guerrera, Diego se incorporó de nuevo a los ejércitos del Papa en 1501, pues César Borgia acababa de retomar su empresa de la Romaña. La aureola de héroe alcanzada en Cefalonia valió el olvido de lo pasado, y César nombró nuevamente a Paredes capitán en su ejército.

Rímini, Pésaro y Faenza cayeron en las manos de los soldados del Papa; la resistencia de esta última plaza irritó tanto a César Borgia que ordenó pasar a cuchillo a todos los habitantes; Diego García de Paredes, a quién se debía buena parte del triunfo, se indignó al escuchar semejante atrocidad y se dirigió a César con determinación: «No esperéis tal cosa de mi brazo, yo os ayudo aquí como soldado y no como asesino, y no he de permitir ensangrentar una victoria»; César Borgia mandó indultar públicamente a los vencidos.

La campaña se cortó bruscamente, regresando Diego a Roma, donde César era requerido a causa del inesperado giro de los asuntos de Nápoles. Tras el cese de las hostilidades, se avenía mal el vigor, el ardor y el ansia de pelear que sentía Paredes en su pecho con la vida tranquila y «afeminada» de la Ciudad Eterna.


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Las guerras de Italia

En el año 1501 comenzó la segunda guerra de Nápoles entre el rey Fernando el Católico y Luis XII de Francia por el Reino napolitano.

Diego abandonó inmediatamente Roma para incorporarse a los ejércitos de España a mediados de ese mismo año. Durante esta guerra, bajo las órdenes del Gran Capitán, participó en las conquistas de Cosenza, Manfredonia y Tarento; una vez retirado el grueso del ejército francés, los españoles fueron recuperando las plazas defendidas por pequeñas guarniciones italianas que todavía se rebelaban contra su control, marchando García de Paredes sobre Arpino, Esclaví, Santo Padre, en Sora, y finalmente Rossano (rendida en combate encarnizado tras recuperarse Paredes de una grave herida de bala de arcabuz que estuvo a punto de acabar con su vida).

Diego se cubrió de gloria en los campos de Italia y luchó heroicamente en las más famosas batallas libradas en aquella época, entre ellas las de Ceriñola y Garellano de 1503.

Durante una de las fases de esta última batalla, Diego llevó a cabo la más célebre de sus hazañas bélicas, recogida por las crónicas de la historia y, tal vez, engrandecida por su leyenda: herido en el orgullo tras un reproche injusto del Gran Capitán, Paredes, cegado por un arrebato de locura, presa de uno de sus «humores melancólicos», se dispuso con un montante en la entrada del puente del río Garellano, desafiando en solitario a un destacamento (algunas fuentes hablan de 2.000 hombres, cifra aparentemente exagerada, pero, al parecer, mayormente aceptada) del ejército francés.

Diego García de Paredes, blandiendo con rapidez y furia el descomunal acero, comenzó una espantosa matanza entre los franceses, que solamente podían acometerle mano a mano por la estrechez del paso, ahora repleto de cadáveres, incapaces de abatir al infatigable luchador español, firme e irreducible, sin dar un paso atrás ante la avalancha francesa.

Las palabras del Gran Capitán le quemaban, generando en él esta locura heroica:

«Con la espada de dos manos que tenía se metió entre ellos, y peleando como un bravo león, empezó de hacer tales pruebas de su persona, que nunca las hicieron mayores en su tiempo Héctor y Julio César, Alejandro Magno ni otros antiguos valerosos capitanes, pareciendo verdaderamente otro Horacio en su denuedo y animosidad».



Ni franceses ni españoles daban crédito a sus ojos, comprobando como García de Paredes se enfrentaba en solitario al ejército enemigo, manejando con ambas manos su enorme montante y haciendo grandes destrozos entre los franceses, que se amontonaban y se empujaban unos a otros para atacarle.

Acudieron algunos refuerzos españoles a sostenerle en aquel empeño irracional y se entabló una sangrienta escaramuza en la parte ancha del puente; al fin, dejando grandes bajas ante la aplastante inferioridad numérica, los españoles se vieron obligados a retirarse, siendo el último Paredes (que tuvo que ser reprendido por sus compañeros de armas para avenirse a la retirada), cuya ira y pundonor aún no estaban satisfechos con aquella prueba de arrojo.

En esta jornada heroica, entre muertos «a golpe de espada» y ahogados en el río, fallecieron quinientos franceses. La fuerza, la destreza y la valentía de Diego García de Paredes, ya extraordinariamente admiradas, llegaron en estos momentos a cotas difíciles de igualar.



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Duelista invicto: el desafío de Barleta

«Era entonces el tiempo de los desafíos. La Europa, apenas salida de la barbarie, daba la reputación de más bravo a quien salía más veces vencedor en semejantes combates. ¿Quién en ellos pudiera medirse con Paredes, á quien el arnés más pesado no agoviaba más que una gala, y en cuyas manos era un juguete la maza más robusta?».

Diego, que fue un hombre muy pendenciero y con un sentido del honor al límite, participó en numerosos duelos a lo largo de toda su vida: desde «cuchilladas» en reyertas de taberna con vulgares fanfarrones y matones hasta duelos concertados, extendidos bajo salvoconducto ante notario, frente a coroneles del ejército español, capitanes italianos o la élite del ejército francés.

Durante el encierro del ejército español en Barletta, ante la superioridad francesa en las Guerras de Nápoles, se estuvo batiendo en duelo durante sesenta días en liza abierta con caballeros franceses, que llegaron a esquivar las contiendas, a faltar a ellas o a responder que de ejército a ejército se verían en el campo de batalla.


Todos estos incidentes, que generalmente terminaban con la muerte de uno de los oponentes, tuvieron un vínculo en común: Diego García de Paredes jamás sufrió la afrenta de verse vencido, fue un consumado especialista en este tipo de lances, resultando imbatible para todos sus adversarios.

De todos estos encuentros, quizás, el más famoso fue el «desafío de Barletta», en septiembre de 1502, cuando se originó un duelo caballeresco entre el ejército francés y el español, organizándose un torneo:

Los franceses se burlaban de los hombres de armas españoles y el asunto alcanzó tal cariz que el 19 de septiembre de 1502 se acordó un torneo, once caballeros franceses frente a once españoles, donde los principales paladines de los dos ejércitos defenderían el honor de su patria.

Los franceses dedicaron ciento cincuenta caballeros a un activo entrenamiento, de los cuales habrían de salir los once campeones.

En el campo español no hubo preparación alguna, el asunto estaba en las manos del Gran Capitán, quien se encargaría de designar a sus paladines.

Entre los franceses, que eran lo mejor de su ejército, se encontraba el célebre Pierre Terraill de Bayard, que ha pasado a la historia como el caballero «sin miedo y sin tacha», el cual gozaba de un prestigio desmesurado entre las tropas francesas, quienes le consideraban el más hábil caballero de armas, sobre todo a caballo, del mundo.

Por aquellos días, Diego estaba convaleciente de unas heridas, pero los españoles, al oír que se presentaba el tal Bayard, empezaron a preocuparse y decidieron acudir a su enérgico capitán. El Gran Capitán fue a su cámara y le dijo que era uno de los once elegidos para luchar contra los franceses; Paredes le hizo saber de su estado y le expresó su opinión de que pudiera no dar la talla ante el enemigo al no estar todavía recuperado de sus molestias.

El Gran Capitán le replicó que así como estaba, había de ser uno de ellos. Oyendo esto, Diego García se incorporó, pidió sus armas y, mermado aún por sus dolencias, aceptó el reto con la valentía que le caracterizaba.

Un batallón de soldados venecianos guardaba el campo donde se había construido una vistosa tribuna, cubierta de banderas, donde se situaron los jueces, así como gran número de damas y caballeros. Los primeros en llegar fueron los caballeros españoles. Tras larga espera, por el lado opuesto, llegaron los once paladines de Francia.

A una señal de los jueces hicieron tocar la trompeta, al sonido de la cual arremetieron unos contra otros...en la primera embestida rodaron al suelo cuatro franceses, de ellos murió uno, el que había cruzado armas con Paredes; tras una larga y durísima lucha, los españoles, por fin, tenían la victoria al alcance de la mano; entonces los franceses (todos magullados y doloridos, acorralados, desmontados por sus rivales y en inferioridad numérica), viendo a los españoles venir a rematar la faena, solicitaron detener la disputa, dando a estos por «buenos caballeros» y argumentando que la noche se les echaba encima.

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A la mayoría de los españoles les pareció conveniente (ya que, pese a llevar la mejor parte, estaban casi todos heridos, igualmente fatigados por la interminable lucha y satisfechos al ver su honor a salvo con sus enemigos prácticamente rendidos) excepto a uno: Diego García de Paredes, quien solo concebía la victoria, no estaba conforme con esta resolución y sentenció que «de aquel lugar los había de sacar la muerte de los unos o de los otros».

Entonces, en una demostración más de sus fuerzas prodigiosas, «con muy grande enojo de ver cómo tanto tiempo les duraban aquellos vencidos franceses», viéndose con las manos desnudas tras haber quebrado las armas durante el combate, comenzó a lanzar a los franceses las enormes piedras que delimitaban el campo de batalla, causando grandes estragos, ante el asombro de la multitud, de los jueces y de los propios caballeros franceses, que, no sabiendo donde meterse ante semejante espectáculo hercúleo, «salieron del campo y los españoles se quedaron en él con la mayor parte de la victoria».

Sin embargo, los jueces del tribunal dictaminaron tablas, sentenciando que la victoria era incierta, con tal que a los españoles «les fue dado el nombre de valerosos y esforzados, y a los franceses por hombres de gran constancia».

No hay duda de que la leyenda de sus hazañas increíbles lo cubrió siempre con un inmenso escudo de respeto entre sus enemigos: tales fueron la admiración, el temor y la desesperación que Diego García de Paredes despertó entre sus rivales que llegó a ganar duelos sin necesidad de batirse, como en el caso de Gaspar I de Coligny (padre del famoso Gaspar de Coligny de las Guerras de religión de Francia), todo un Mariscal de Francia, quien, comprometido ante sus camaradas en aceptar el desafío lanzado por Diego tras un desaire del francés, no tuvo valor para presentarse a la liza donde le esperaba el campeón español, que fue declarado ganador por los jueces. El lenguaraz francés prefirió perder la honra y conservar la vida


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Regreso a España: ingratitud Real y rebeldía

El 11 de febrero de 1504 finalizaba oficialmente la guerra en Italia con el Tratado de Lyon. Nápoles pasó a la corona de España y El Gran Capitán gobernó el reino napolitano como virrey con amplios poderes.

Gonzalo quiso recompensar a los que le habían ayudado combatiendo a su lado y nombró a Diego García de Paredes, con la autorización de Fernando el Católico, marqués de Colonetta (Italia).

Tras el final de la guerra, Diego regresó a España como un auténtico héroe, aclamado por el pueblo allí por donde pasaba.

Sin embargo, fue en su patria donde se encontró con la dura realidad: la ingratitud Real. A pesar de que Fernando el Católico le había entregado el marquesado de Colonetta, Diego García de Paredes, a quien nadie compraba con títulos nobiliarios, fue uno de los más fervientes defensores de Gonzalo de Córdoba dentro de la atmósfera de intrigas en la Corte, y cuando todos evitaban su cercanía, ahora que parecía caer en desgracia, llegó incluso a defenderle públicamente, desafiando ante el mismísimo Rey Católico a todo aquél que pusiera en entredicho la fidelidad del Gran Capitán al Monarca; desafío que, por supuesto, nadie osó aceptar.

En cierta ocasión, mientras los nobles esperaban a que Fernando el Católico terminase sus oraciones, entró Paredes de forma súbita en la estancia, quien hincado de rodillas dijo: «Suplico a V.A. deje de rezar y me oiga delante de estos señores, caballeros y capitanes que aquí están y hasta que no acabe mi razonamiento no me interrumpa». Todos quedaron asombrados, expectantes ante la posible reacción del Monarca por semejante osadía, pero Paredes prosiguió: «Yo, señor he sido informado que en esta sala están personas que han dicho a V.A. mal del Gran Capitán, en perjuicio de su honra. Yo digo así: que si hubiese persona que afirme o dijere que el Gran Capitán, ha jamás dicho ni hecho, ni le ha pasado por pensamiento hacer cosa en daño a vuestro servicio, que me batiré de mi persona a la suya y si fueren dos o tres, hasta cuatro, me batiré con todos cuatro, o uno a uno tras otro, a fe de Dios de tan mezquina intención contra la misma verdad y desde aquí los desafío, a todos o a cualquiera de ellos»

Y remató su airado y desconcertante discurso arrojando el sombrero (otras versiones dicen que fue un guante) en señal de desafío. Fernando el Católico por toda respuesta le dijo: «Esperad señor que poco me falta para acabar de rezar lo que soy obligado».

El Rey permaneció unos instantes en silencio, dando lugar a que las personas implicadas en aquella trama dieran un paso al frente y defendieran su honor desmintiendo las acusaciones de Paredes; estaban entre los asistentes, aparte de dos nobles que eran los principales difamadores, algunos de los sospechosos en aquella ruindad, como Fabrizio, Próspero y Marco Antonio Colonna, el Duque de Termoli o Bartolomeo de Alviano, y otros ilustres españoles, cuyo honor acababa de poner Paredes igualmente en entredicho, como Fernando de Andrade, Hernando de Alarcón, Pedro de Paz, Pedro Navarro o el Coronel Cristóbal Villalba; sin embargo, ninguno de los allí presentes se arriesgó a romper el tenso silencio del ambiente y enfrentarse al Sansón extremeño: García de Paredes decía la verdad, había ganado una vez más.

Después de concluir sus oraciones, el Monarca se vino hacia Paredes y colocando sus manos sobre los hombros de Diego, le dijo: «Bien se yo que donde vos estuviéredes y el Gran Capitán, vuestro señor, que tendré yo seguras las espaldas. Tomad vuestro chapeo, pues habéis hecho el deber que los amigos de vuestra calidad suelen hacer»; y Fernando el Católico, sólo él, porque nadie se atrevió a tocarlo, hizo entrega a Paredes del sombrero arrojado en señal de desafío.


Cuando el incidente llegó a oídos del Gran Capitán (que había llegado a sospechar también de Diego por su pasado al servicio de los Colonna), Gonzalo, agradecido y emocionado, selló una amistad inquebrantable con aquél que le había defendido públicamente, cuando los demás le habían dado la espalda, exponiéndose a la ira de un Rey.

En 1507, desilusionado por las envidias e injusticias contra aquellos que habían derramado heroicamente su sangre por la Corona en las Guerras de Italia, Diego perdió definitivamente la fe en su Rey y entró en un periodo de rebeldía.

Se sentía extraño en España y le era preciso desahogar el espíritu entre soledades absolutas y horizontes infinitos...entonces se lanzó a la aventura en el mar: escogiendo a antiguos camaradas (los descontentos eran muchos y la fama de Paredes muy grande) hizo armar carabelas en Sicilia, financiado por Juan de Lanuza, y ejerció durante un tiempo la piratería, en toda la extensión de la palabra, pues era bastante común que muchos de los guerreros de esta época se dedicaran a estas aventuras.

Paredes fue proscrito (se llegó incluso a poner precio a su cabeza y perseguido por las galeras Reales estuvo a punto de ser capturado en Cerdeña), y sus acertadas correrías llegaron a ser conocidas y temidas por todo el Mediterráneo, siendo sus principales presas mahometanos y franceses: «púsose como cosario a ropa de todo navegante: y comenzaron a hacer mucho daño en las costa del reino de Nápoles, y de Sicilia: y después pasaron a Levante: y hubieron muy grandes, y notables presas de cristianos, e infieles».

Durante su fuga rebelde engendrada por la ingratitud, Diego García de Paredes vivió libre y dueño de sus actos la vida aventurera en el mar, en busca de un olvido que serenase su espíritu indomable.


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Cruzado, Maestre de Campo y Coronel de la Liga Santa

El sueño aventurero de independencia no podía durar mucho; para el año de 1509 se hablaba de una gran empresa histórica: la conquista del norte de África.

Tras recibir el perdón Real, García de Paredes, ahora como un simple soldado de Cristo, tomó parte en la Cruzada del cardenal Cisneros frente al infiel en tierras africanas.

En 1505, Diego ya había participado en la toma de Mers-el-Kebir (Mazalquivir) y en ese año de 1509 participó en el asedio de la conquista de Orán.

De regreso a Italia, un elemento del valor y la fama de Paredes no podía pasar desapercibido a los ojos del Emperador de Alemania, que desde la Liga de Cambrai (diciembre de 1508) buscaba reunir un ejército para intervenir en Italia por las posesiones de la República de Venecia; en el verano de ese mismo año (1509), Diego ingresó en las fuerzas Imperiales de Maximiliano I como maestre de campo.

Sin embargo, la invasión fue rechazada y la empresa no llegó a rematarse (Sitio de Padua (1509)), aunque sirvió para que el capitán español lograra nuevos laureles heroicos ganando Ponte di Brentaera, el castillo de Este, la fortaleza de Monselices y cubriendo la retirada del ejército Imperial.

A finales de año, Diego se incorporó en Ibiza a la Escuadra española, dispuesto a marchar de nuevo a África. En 1510, García de Paredes participó bajo las órdenes de Pedro Navarro en los asedios de las conquistas de Bugía y Trípoli, además de lograr el vasallaje a la Corona de Argel y Túnez.

Regresó a Italia, incorporándose nuevamente al ejército del Emperador para ocupar su puesto de maestre de campo y defendió heroicamente Verona, desahuciada por las fuerzas Imperiales.

Diego era ya una leyenda viva en toda Europa y fue nombrado coronel de la Liga Santa al servicio del Papa Julio II, luchando denodadamente en la batalla de Rávena, 1512 (derrota de la Liga Santa al mando de Ramón de Cardona, virrey de Nápoles, ante Gastón de Foix, duque de Nemours, a pesar del éxito demostrado por la infantería española que, mandada por Diego García de Paredes y Pedro Navarro, derrotó a la infantería francesa y a los lansquenetes alemanes, resistió la tremenda carga final de la caballería pesada del ejército francés, durante la cual perdió la vida Gastón de Foix, y logró retirarse con gloria entre la carnicería)

y en la Batalla de Vicenza o Creazzo, 1513, donde quedó aniquilado el ejército de la República de Venecia. En la enumeración de las proezas que los capitanes españoles hicieron en esta memorable jornada, a Diego García de Paredes le correspondieron estos épicos elogios por parte del poeta y dramaturgo contemporáneo Bartolomé Torres Naharro:


Mas venía
Tras aquél, con gran porfía,
Los ojos encarnizados,
El león Diego García,
La prima de los soldados;
Porque luego
Comenzó tan sin sosiego
Y atales golpes mandaba,
Que salía el vivo fuego
De las armas que encontraba;
Tal salió,
Que por doquier que pasó
Quitando a muchos la vida,
Toda la tierra quedó
De roja sangre teñida



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Coronel de Carlos V: el fin en Bolonia

Posteriormente, en el invierno de 1520, peregrinó a Santiago de Compostela como escolta del Emperador Carlos V, participó como Capitán en la Guerra de Navarra (Batalla de Noáin (1521), Batalla de San Marcial (1522), asedio al Castillo de Maya y asedio de la fortaleza de Fuenterrabía), ayudando a expulsar a los franceses del reino patrio, y acompañó al «César» en sus primeras campañas como Coronel de los ejércitos Imperiales, combatiendo valerosamente en la defensa de Nápoles y en la célebre Batalla de Pavía, 1525, donde los españoles hicieron prisionero a Francisco I, rey de Francia.

Tras regresar a Trujillo, el veterano héroe sintió una profunda soledad en sus últimos años después de las muertes de sus seres queridos y de su fracaso matrimonia
l (se había casado en 1517 con María de Sotomayor);

Aunque todavía conservaba el vigor de sus músculos, distaba ya mucho de aquel Paredes que se irguió bravío sobre los muros de Cefalonia o en el puente del río Garellano. Con el cabello y la barba ya encanecidos, el cuerpo lleno de antiguas cicatrices y el alma sangrante por su soledad, Diego abandonó definitivamente el terruño y viajó por toda Europa en el séquito Imperial de Carlos V, gran admirador del legendario luchador, quien le nombró Caballero de la Espuela Dorada, sirviendo en Alemania frente a los seguidores de Lutero.

En 1532 acudió, una vez más, a la llamada del Emperador Carlos V y marchó a socorrer Viena, asediada por Solimán el Magnífico donde no fue preciso entrar en combate, pues visto el formidable ejército Imperial de más de 200.000 hombres, los turcos levantaron el asedio.

En el año santo de 1533, tras regresar de hacer frente a los turcos en el Danubio, asistió a la coronación oficial del Emperador Carlos V en Bolonia, donde, triste ironía del destino, aquel héroe invicto que burló la muerte bajo mil formas, las más terribles y violentas, durante quince batallas campales, diecisiete asedios e innumerables duelos, que fue asombro y terror de su edad, cuya fuerza no tiene parangón en la historia de la humanidad, falleciera a consecuencia de las heridas recibidas al caer accidentalmente de su caballo en un juego fácil y pueril, al intentar derrocar una débil paja en una pared compitiendo con unos chiquillos.

Antes de fallecer, conocedor de que su final estaba cerca tras la fatal caída, «parece que le place a Dios que por una liviana ocasión se acaben mis días», dejó escritas sus memorias: Breve suma de la vida y hechos de Diego García de Paredes. Cuando lavaron el cadáver antes de ponerlo en el sepulcro, se le halló todo cubierto de cicatrices, consecuencia natural de más de cuarenta años de activa vida militar dedicada al oficio de las armas.

Los restos del Sansón de Extremadura fueron repatriados a España en 1545 y enterrados en la iglesia de Santa María la Mayor de Trujillo, donde permanecen en la actualidad.

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Héroe de leyenda: del hombre al mito

La fama de Paredes no se detuvo a su muerte, de tal modo, que mucho tiempo después, su nombre era sinónimo de fuerza y valentía. Nadie en vida fue capaz de vencer al Sansón de Extremadura y la memoria de sus hazañas, que en su tiempo asombraron al mundo, se mantuvieron en las mentes y conversaciones de nuestras tropas: tenemos noticias de soldados que participaron en la empresa de la Armada Invencible y que en los momentos cruciales seguían oyendo relatar las andanzas del «Sansón de España» para darse ánimos contra el enemigo.

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La fama de Diego como guerrero fue tal, que Miguel de Cervantes inmortalizó sus hazañas en su obra universal, El Quijote:

"Un Viriato tuvo Lusitania; un César Roma; un Aníbal Cartago; un Alejandro Grecia; un Conde Fernán González Castilla; un Cid Valencia; un Gonzalo Fernández Andalucía; un Diego García de Paredes Extremadura.

Y este Diego García de Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo, en Extremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales, que detenía con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia, y puesto con un montante en la entrada de un puente, detuvo a todo un innumerable ejército que no pasase por ella, e hizo otras tales cosas, que si como él las cuenta y escribe él asimismo con la modestia de caballero y de cronista propio, las escribiera otro libre desapasionado, pusieran en olvido las de los Héctores, Aquiles y Roldanes.

No había tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni batalla donde no se hubiese hallado; había muerto más moros que tiene Marruecos y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según él decía, que Gante y Luna, Diego García de Paredes y otros mil que nombraba; y de todos había salido con victoria, sin que le hubiesen derramado una sola gota de sangre."


La figura heroica de Diego García de Paredes no necesita de la exageración para ser admirado como personaje de renombre universal dentro de la historia. «Increíbles parecerían los hechos de este capitán, verdadero tipo del soldado español, fuerte en la batalla, áspero en su trato, desdeñoso con los cortesanos, si no estuviesen consignados en las crónicas é historias de aquella época».

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Su sepulcro de Santa María la Mayor, en Trujillo, tiene un largo epitafio en latín, grabado en letras capitales, cuya traducción es la siguiente:


A Diego García de Paredes, noble español, coronel de los ejércitos del emperador Carlos V, el cual desde su primera edad se ejercitó siempre honesto en la milicia y en los campamentos con gran reputación e integridad; no se reconoció segundo en fortaleza, grandeza de ánimo ni en hechos gloriosos; venció muchas veces a sus enemigos en singular batalla y jamás él lo fue de ninguno, no encontró igual y vivió siempre del mismo tenor como esforzado y excelente capitán.

Murió este varón, religiosísimo y cristianísimo, al volver lleno de gloria de la guerra contra los turcos en Bolonia, en las calendas de febrero, a los sesenta y cuatro años de edad. Esteban Gabriel, Cardenal Baronio, puso este laude piadosamente dedicado al meritísimo amigo el año 1533, y sus huesos los extrajo el Padre Ramírez de Mesa, de orden del señor Sancho de Paredes, hijo del dicho Diego García, en día 3 de las calendas de octubre, y los colocó fielmente en este lugar en 1545.



Wikipedia, modificado y adaptado.
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